domingo, 19 de septiembre de 2010

Lecturas. Conversando con el tiempo por José Del Castillo Pichardo: Chu Chu Tren Chino

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Un viejo amigo historiador de la ciudad del Yaque me escribe para notificarme que en 1898 el cronista de la vida local Arturo Bueno conoció en Santiago dos chinos en el Callejón de la Plaza. "En un ranchón largo, de tablas de palma, cobijado de yaguas, tenían una fonda de mala muerte, en la cual vendían el clásico mondongo con sus trocitos de batata dentro. Esos dos chinos respondían al nombre de Fernando e Hilario, este último padre de Venero el chino, quien por mucho tiempo tuvo un tejar cerca del Fuerte Dios, hoy Parque Imbert. Más tarde llegó Carlos, tras éste Francisco Sanz..." Relata que los chinos se hicieron fuertes en los ramos de lavandería al vapor, tejares, hortalizas, fondas y restaurantes. Ya en 1960 eran "los dueños de los mejores hoteles, de suntuosos cafés y bares", conforme cita de Bueno en su obra Santiago, quien te vio y quien te ve. 
La expansión oriental en la gastronomía del Cibao quedó ilustrada por el caso del Lic. Manuel Lora, quien habría asistido sin cobrar a un chino radicado en Santiago. Durante un recorrido por Moca, Salcedo y San Francisco de Macorís, el abogado fue servido en los comedores chinos sin que le permitieran pagar la cuenta. Extrañado ante tanta generosidad preguntó el motivo. Entonces los chinos le explicaron que no podían cobrarle a quien defendió a un compatriota gratis. Esta historia sobre la presencia singular y deliciosa de los chinos en el paladar alimentario dominicano se empata con otra que me enviara un internauta motivado por los artículos anteriores. Titulada Viaje del abuelo de China a Santo Domingo, fue escrita en inglés por Karina Sang y publicada en New Youth Connections. Versa sobre los famosos chinos de Bonao.
Así comían los trabajadores chinos

"Muchas veces me he preguntado acerca de mi abuelo chino. Murió antes de yo nacer y mi familia nunca ha hablado mucho de él. Algún día me gustaría ir a China y encontrar lo que queda de mi familia china. Pero por ahora, tengo que estar satisfecha con las pocas historias que me ha contado mi padre. Mi abuelo salió de China para Santo Domingo en 1916 con dos de sus familiares. Su padre había sido un rico comerciante y dos de sus hijos decidieron ir en busca de nuevos horizontes. Se establecieron en la ciudad dominicana de Bonao y abrió un restaurante llamado Sang Lee Long. Pese a que tenía nombre chino el restaurante servía comida dominicana y fue muy popular. Mi abuelo se llamaba Luis Sang. Nunca dijo a la familia su nombre chino. Había pasado por un matrimonio de conveniencia en China y dejó a su esposa y sus dos hijos cuando se trasladó a República Dominicana. En su nuevo país se casó otra vez y tuvo 10 hijos: 7 hembras y 3 varones. Mi padre fue uno de ellos. El restaurante del abuelo tenía la mayor parte de su clientela entre los viajeros. Cuando la vieja carretera que unía a esta región con la capital cerró a finales de 1959, Bonao quedó fuera de la nueva ruta. Como resultado el restaurante del abuelo quebró. Así se quedó en casa y nunca abrió otro restaurante."

Hombres reunidos en un restaurante

José A. Núñez Fernández -un memorioso culto de Bonao integrado a la pléyade de locución de La Voz Dominicana, diplomático en Uruguay y columnista de lujo de Hoy- me dice que al restaurante de los Sang iba el brigadier Trujillo en los años 30 cuando se movía por el Cibao, a degustar su afamado arroz con pollo y otros manjares de su culinaria. En el salón principal presidía un retrato a cuerpo entero de Trujillo uniformado. Recuerda en Bonao a Luis, Francisco, Alfonso, Nicolás y Manuel Sang, este último colmadero. Refiere que en un mitin de la campaña de Trujillo en 1930 celebrado en La Vega, utilizando las facilidades del Royal Palace frente al parque y con el joven Joaquín Balaguer como orador, el cronista del diario La Opinión que cubrió el evento escribió, profético, lo que sigue: "Este partido que no tiene emblema hay que llamarlo el partido de las ametralladoras, por la profusión de armas que se exhibió durante el mitin tanto en el parque como dentro del Palace".

Un amigo genealogista puertoplateño me recrimina: la Novia del Atlántico tiene también su vagón chino. Recuerda que el Censo de Puerto Plata de 1875 reveló que aquella comunidad era un caleidoscopio étnico. Una gran presencia cubana provocada por la Guerra de los Diez Años (1868-78) que se libraba en la Isla Fascinante. Existían colonias inglesa, alemana, holandesa, italiana, puertorriqueña y americana, entre otras, y figuraba un grupo denominado "asiático". En la calle del Sol 18 residían los fondistas José D. Ley, Lino Buceta, José Martínez, Benito Pérez y José Nazario. Asimismo Manuel Agüero, Alejandro Mola, Joaquín Varona, Eusebio y Angel Betancourt, dedicados al trabajo de campo. En la Beller 103 fueron censados Alejandro Cosio, Manuel, Alejandro y Aniceto Agüero, de oficio comercio. Todos registrados como asiáticos, pese a la grafía hispánica de los apellidos. En 1879 aparecen en la calle del Sol los fondistas chinos Benito Pérez, José Juan y José Martínez, el cocinero Julián Blons, el panadero Juan Román, el cigarrero José de Js. Martínez, y los comerciantes José Nia, Alejandro Casio, Mateo Lopes, Roberto Terce, José Domínguez, Pascual Dias, Juan Jeres. En el de 1919 figuran en el ramo de cafés y restaurantes San Lee Lun & Co. y en el de lavandería Julio Lee.


Otro pro chino -no en el sentido ideológico que tuvo el término durante las décadas de fiebre revolucionaria, cuando el conflicto sino/soviético y la célebre Revolución Cultural guiada por el pensamiento Mao Tse Tung encendía pasiones- es el compañero lasallista Jesús de la Rosa, un pedagogo ejemplar y esmerado ensayista. Animado por el trencito de Oriente me ha entregado unas notas tituladas "Los chinos de San Carlos", que resumen su experiencia vivencial con nuestros vecinos barriales, algunas de cuyas familias se radicaron en la Peña y Reynoso, en las cercanías del parque. "Nací y crecí en el barrio de San Carlos. En ese sector de la ciudad de Santo Domingo, llamada entonces Ciudad Trujillo, habitaban varias familias procreadas por emigrantes chinos. Recuerdo con afecto a los Joa, Chan, Ng, Macorís, Font, entre otros. Los chinos que conocí eran gente trabajadora, de poco hablar y muy reservada. Casi todos sus hijos mestizos cursaron estudios universitarios y, con el paso de los años, se convirtieron en prestigiosos profesionales de la medicina, la ingeniería, la economía y otras ramas del saber. Muy pocos de ellos se dedicaron al negocio de restaurantes y a la venta al por menor de todo tipo de mercancías.

"Recuerdo que los chinos de primera y segunda generación no eran muy sociables que digamos; sólo intercambiaban entre ellos. Las lenguas viperinas de San Carlos afirmaban que una monja era más fácil de conquistar que una china. 



No obstante, no sé por qué motivo, a mí los chinos de San Carlos siempre me distinguieron y me trataron como uno de su raza. Mis relaciones con ellos fueron de un nivel tal que algunos llegaron a pensar que yo tenía familiares chinos. Hace unos años, en una recepción en una embajada, alguien me preguntó por unos supuestos parientes orientales. Como sospechaba que se refería a los Joa, a Margarita, Ricardo, Ramón, le expliqué a quien indagaba que yo no tenía familiares chinos, que los Joa eran mis grandes amigos y que todavía lo son.

"En los años 50 en la capital sólo había dos pequeños supermercados: uno propiedad de un ciudadano norteamericano apodado Wimpy situado en la Bolívar; y otro propiedad de un ciudadano chino situado en la avenida José Trujillo Valdez, hoy avenida Duarte. En este último establecimiento comercial trabajaba como cajera una hermosa china de irreductible carácter subrayado por la dureza de un castellano pronunciado con acento oriental y manifestado en unos bellos ojos azules. Todas las tardes visitaba el supermercado del chino sin ánimo de compra sólo para satisfacer mi deseo de contemplar de cerca esa Venus del lejano Oriente. A partir de mi ingreso en 1956 a la Escuela Naval, mi vida transcurrió por otros senderos. Me alejé del barrio, de mis amigos chinos y de los demás de infancia. No obstante, aún los recuerdo con mucho cariño. Cómo olvidarme de don Ramón, don Emilio, don Macorís, don Angel, el padre del doctor Chang Aqui-no, de sus hijos mestizos y de sus muy contados hijos de madres chinas." Yo siempre estuve encandilado por dos hermosas chinitas de la Peña y Reynoso, de tez aceitunada.

Freddy "El Conejo" Guerrero -hombre de la Luis C. del Castillo en Villa Consuelo- me llamó temprano por teléfono el sábado pasado: "José, antes del Garden de la San Martin que mencionas estaba el Central, de Samuel, Santiago y Jaime Sang. Más arriba, a casa de por medio del cine Ramfis de Manguel Pérez, al lado de la tienda Nuevo Mundo, se hallaba el restaurante Chong King. Se te quedó el hotel restaurante Península, en las cercanías del Borinquen de Ulises Frías, que disfrutamos en nuestros buenos viejos tiempos, cuando se podía parrandear sin temor a un asalto a cargo de jevitos tecatos amparados por el nuevo Código Penal". Mi admirado Euclides Gutiérrez Félix -talento, erudición y gracia tertuliante- me da un telefonazo. Había dejado fuera una animada peña sabatina que operaba en el Panamericano de El Conde, a la cual acudía gustoso en los 70 y los 80, encabezada por él con la participación de un grupo de abogados con oficina en el edificio El Palacio: Blanco Fernández, Bidó Medina, Báez Pozo, Bonilla Cuevas, Manlio Minervino, Mignolio Pujols. Con anexidades de otras profesiones: el odontólogo Gonzalo González Canahuate y el arquitecto Nanchú Espínola.

Pero un olvido imperdonable fue el dinámico publicista Chuchú Ortiz, segunda generación china. En los 80 -cuando la San Vicente de Paúl tenía en Las Vegas de Virgilio Bonilla el mejor dancing para bailar salsa elegante y vibrar a golpe de bajo vientre con la percusión endiablada del nuevo merengue acelerado- La Finca del amable Chuchú ofrecía caldos para borrachos (mondongo, cocido, sancocho) y picantes patitas de cerdo. Refugio de enamorados en peregrinación hacia la zona oriental, donde se podía danzar entre una juventud despreocupada, pecar en los silentes moteles chinos y recargar energías con la gastronomía acriollada del locuaz Chuchú. Un regordete filósofo domínico-chino de ojos rasgados, sombra de bigote, cara redonda reluciente, acampado en su rancho remedo del Far West, vestido de cowboy con sombrero y todo. A la vera del asfalto ardiente de la San Vicente, este afable publicista metido a fondero.









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